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Elogio del bistrot. ¿Reseña de una reseña?

TERESA MÁRQUEZ

Enero, 2018





Los libros mínimos de Marc Augé (e.g. El tiempo en ruinas, Las formas del olvido, Los no lugares, etc.), se antojan reseñas de la vida cotidiana en la hiper modernidad, ese estadio identificado por el autor en el que la vida transcurre en formato breve y fugaz por la pérdida de sentido de los espacios y la aceleración y compresión del tiempo, provocando justamente que cada día se presente como la recensión de una vida total. En el 2017, Augé volvió a hablarnos de espacios, o mejor dicho de un inter-espacio: el bistrot. Esa suerte de cafetín de barrio, geográfica y culturalmente afianzado en el paisaje francés.

Sin haber puesto pie en aquel país podemos reconocer el lugar. Lo hemos encontrado en novelas, visto en películas, escuchado en canciones. Incluso, aunque no fue consignado en el libro, en Ciudad de México -como en otros muchos lugares del mundo sí mencionados-, tenemos una versión del modelo, el Bistrot Mosaico, un lugar con tres o cuatro sucursales, consagrado a la “comida casera francesa”. Vale la pena recalcar el impressum porque se apega a su misión: mostrar autenticidad local (entiéndase francesa) a través de gustos y sabores. Para Augé, un bistrot es una manera francesa de mostrar origen, como la Torre Eiffel o el cancán y de ahí, es decir, en tanto contenedor de identidad, parte el interés simbólico de este inter-espacio. Pero los alcances del bistrot asentado en la CDMX son limitados. Dos aspectos revelan su distanciamiento con un verdadero bistrot, el tiempo y el espacio.

En efecto, un bistrot se diferencia de cualquier otro establecimiento de comidas o bebidas por su horario de atención, está abierto de la mañana a la noche de manera ininterrumpida. El parroquiano común y corriente lo tiene siempre disponible para el café de la mañana, el bocadillo de mediodía, la cita al atardecer, o la copa nocturna que pone fin a la jornada diaria. Y lo puede hacer sentado en una mesita, o en ese otro lugar que define a un auténtico bistrot: la barra que el autor, con reservas, equipara a un altar, donde el jefecillo del bistrot oficia un ritual casi sagrado escuchando, sentenciando y otorgando gracias (sea en forma de café o de un trasgresor licorcito matutino). Ora de frente a la clientela habitual que permanece pegada a la barra, ora de espaldas, manipulando la máquina cafetera con presteza y agilidad.

Para acentuar la especificidad del bistrot, Augé hace un repaso por diferentes etapas de su propia vida donde confirma la presencia y, en algunos casos, protagonismo del bistrot. También observa a los Otros, su entrada y salida a diferentes horas para dar cuenta en lo que se transforma el bistrot para ellos, espacio de encuentro social, prolongación del doméstico, apertura del interior. Es en esta transformación del espacio según las necesidades y talante del cliente, y en esa permanencia y disponibilidad en el tiempo, es donde radica para el autor lo que define a un bistrot más allá de la funcionalidad comestible.

Rituales de superficie

De todas las observaciones sugerentes que hace Marc Augé en este libro mínimo, la más fecunda es la de relaciones de superficie, esas que no importan por su contenido sino por el simple y mero hecho de ser compartidas. El espacio y el tiempo del bistrot son ideales para estos pequeños rituales de intercambio de superficie, como el que lanza palabras sin esperar respuesta, o cuando ésta se enuncia desde el otro lado de la barra pero no aporta nada profundo al interlocutor.

En los rituales de superficie no importa el otro, sino el afianzamiento de la propia humanidad por el mero hecho de poder emitir un mensaje o mostrar una emoción. Son altamente estandarizados, la respuesta es previsible y el interés es lo que menos importa, se trate de comentar el clima, los deportes o la política. Es el reino del intercambio por el intercambio, y como tal, lo que los define es el despliegue de relaciones vis a vis, porque es la cara (no el rostro y su expresividad dramática) y por extensión el cuerpo, lo más externo, superficial y a la vez humano que tenemos.

Por más familiar, habitual y auténtico que resulte ser el bistrot, se trata de un espacio público y como tal ofrece resistencia a lo muy personal. De hecho, cuando por azar o conveniencia se desarrollan ahí intercambios de ruptura o reencuentro, éstos se auto contienen, acallan y la superficie acaba por atenuar la estridencia de lo profundo. Siendo público, el bistrot no es un espacio de trascendencia sino de lo maravilloso cotidiano. Para que ahí un momento sea importante “no tiene que alcanzarse necesariamente la verdad o encontrar el amor, sino algo mucho más modesto como que, después de una conversación, uno tenga la sensación de existir en la mirada del otro y viceversa” (p.65).

Lugar entre lugares, donde los parroquianos se reconocen sin conocerse, el bistrot resulta también un espacio novelesco donde suceden historias, aquellas que imaginamos al poner la vista en éste o en aquél, y en esas que se presencian desarrollarse pasivamente y nos hace más tolerantes.

Aunque cada párrafo del libro nos ofrece una mirada reveladora, es necesario terminar esta reseña de una reseña, de un trozo de vida. Retomo la gestión del espacio y el valor del tiempo como ejes de la mirada del etnólogo francés, esta vez para observar que tomarnos un tiempo y sentirnos en nuestro lugar son prácticas sub modernas que hacen del bistrot un lugar de resistencia de cara a la instantaneidad y las prisas, y frente a la ubicuidad de las conexiones en la sobre modernidad.

Referencia:

Augé, M. (2017). Elogio del bistrot. Madrid: Gallo Nero.

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